“Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Ortega y Gasset.
Hace unas semanas el pensador de la cultura Javier Gomá retaba a sus seguidores en las redes sociales con una desafiante pregunta -a propósito de su artículo publicado en 2014 en La Vanguardia, Visión culta y corazón educado- que formulaba así: “la democracia liberal es el mayor éxito colectivo de la Historia universal y, sin embargo, el descontento crece. ¿Por qué?”. Nuestro autor se asoma en su artículo a la Historia y, de su visita, reune argumentos para concluir que vivimos el mejor momento de la historia universal, aunque reconoce que no vivimos en el mejor de los mundos. Dice que si la sociedad occidental ha hecho algo grande es haber conseguido que las clases vulnerables mejoren, aunque todavía deben hacerlo mucho más.
A la cuestión intrigante del por qué prevalece el descontento el autor ofrece tres razones. Por nuestro sentimiento de dignidad personal: son muchos los bienes en juego. Por la angustia individual; la pregunta por el sentido lleva a la desesperación, el absurdo y el sinsentido como tonalidad afectiva general del ciudadano contemporáneo. Y por una actitud de recelo hacia su propia cultura, como conjunto de costumbres y creencias colectivas.
Comprenderse uno así mismo implica necesariamente comprender el entorno, porque todo yo es permeado por la atmósfera que lo circunda. Desde ahí es posible entender muchas de nuestras inquietudes, actitudes, angustias y algunos trastornos de conducta, o incluso poder aclimatar decisiones personales, afectivas y profesionales a tal realidad. Pero a diferencia del pasado no poseemos distancia temporal para un análisis crítico del presente. Algunos creen que este es inefable.
Elaborar un diagnóstico general del cuadro actual no es tarea mollar; recuerda la labor de un antiguo relojero por minuciosa, ardua, compleja, paciente, necesitada de enorme dosis de destreza y fineza en el tacto, porque los detalles del presente, como las minúsculas piezas del viejo reloj se escurren entre los dedos. Cuando se lee a sociólogos y filósofos de la cultura movidos por el afán de orientar al ciudadano sobre el lugar que ocupa o el papel que juega, uno debe tener la precaución de aceptar que toda representación conceptual es siempre más pobre y simple que la compleja, volátil e intangible realidad que pretende comprender. La misma urdimbre de nombres que cada uno utiliza para denominar al espíritu de nuestro tiempo es otro signo de la compleja realidad a escudriñar: postmodernidad, ultramodernidad, tardomodernidad, transmodernidad, turbomodernidad, era del vacío, sociedad líquida, sociedad gaseosa… una lista interminable en la que cada nombre porta la idea común de que escenarios, personajes, instituciones, política, economía, cultura, religión, creencias y valores quedan sometidos al imperio de lo efímero, donde todo fluye y nada permanece. Pero a pesar de ello necesitamos los planos del humus social y cultural en el que vivimos, con los que orientarnos, determinarnos, realizar estimaciones de ubicación en el mundo o desbrozar la vocación. El ciudadano moderno se había quedado sin tierra firme donde asentar sus pies. Su autoconsciencia y su identidad han flotado en lo ingrávido y experimentado una suerte de vértigo metafísico. Se había acostumbrado a lo leve, al pensiero debole y digerido con dificultad sentimientos fuertes, durezas o grandes pasiones, y rehusado ideas complejas o propuestas intelectuales más allá de ciento cuarenta caracteres. No ha sabido a dónde ir ni ha poseído fuerzas para impulsar su voluntad por desconocer el norte y el sur de su mundo. Tal vez se cobije ahora en las pequeñas esferas digitales del plasma virtual, donde protegerse de la soledad y el frio cósmico. Y tal vez fuera eso lo quiso expresar Montaigne en su genial frase: “sé de qué huyo pero ignoro lo que busco”.
Ni siquiera el arte ha superado aún el paradigma de una época agotada, construido sobre la crítica, la sospecha o lo degradante de la moral, sin propuestas elevantes ni otra finalidad que distraer un poco un domingo lluvioso, por mucho que Lipovetsky haya declarado recientemente en España, coincidiendo con la presentación de su último libro, que el mercado ha estetizado nuestro entorno y nuestro alma de consumidores al integrar el arte comercial en la comunicación, la publicidad o el marketing. Tal vez sea otra trampa refinada para vender quincalla haciéndola pasar por metal precioso. Pues nada de eso deja huella en el hondón del alma. Y es que no todo es cultural; todo se puede dar a través de la representación pero no todo es representación. Ese creo que es el significado profundo y original de la alegoría platónica de la caverna, uno de los mitos fundacionales de nuestra civilización. La cultura es un entramado de mediaciones pero para que exista precisa que no todo esté mediado, tiene que haber lo que Steiner llamó presencias reales. La cultura que sólo se goza de lo aparente no reviste verdad alguna y, de nuevo, remite al vacío y al desencanto. Sueño y realidad se confunden en exhibiciones caóticas que no dejan lugar para la ironía, para distinguir la vida de la representación, almendra del arte y la literatura como sabe bien todo lector de El Quijote.
La palabra crisis (los griegos decían kairós) denota ocasión u oportunidad para discernir. La encrucijada histórica que atravesamos representa esa oportunidad para repensar juntos el nuevo ethos ciudadano y para transparentar aquellas maneras de percibir y de trabajar que hoy aparecen agotadas. Si bien el derrumbamiento del sistema comunista representó la forma más aparatosa del final de aquel constructo ideológico, también es cierto que el muro de Berlín desprendió sus piedras hacia ambos lados. En este asunto, todo ejercicio de pensamiento honesto no puede ocultar, sino encarar, las dificultades y padecimientos de las democracias liberales: insolidaridad con el Tercer Mundo, racismo, paro, pornografía, degradación de la vida en la ciudad, corrupción, abandono de las humanidades, manipulación ideológica de la educación, implosión de la familia o espuria redistribución de la riqueza.
En las principales democracias occidentales es indiscutible que la salud y la educación representan mejoras de las condiciones de vida sin parangón a lo largo de los últimos siglos. Sin embargo, el desarrollo de una extensa y verdadera clase media patrimonial es aún tarea pendiente, tal vez la principal transformación estructural pendiente. Desde luego a la mente humana preocupada por lo estrictamente pecuniario no le resulta fácil centrarse en el arte de vivir, en lo trascendente o en la compasión. Y es que la participación del 10% de los patrimonios más elevados se sitúa ya en torno al 65% de la riqueza de estas naciones, mientras que la mitad más pobre no alcanza el 4%. La pobreza lleva camino de hacerse endémica, y no es sólo un problema técnico o económico sino que guarda un evidente trasfondo ético.
En el Medievo el centro del mundus era Deus. En el Renacimiento ese lugar fue ocupado por el hombre, hasta que Darwin desmontó su origen divino y Freud desenmascaró a su gobernador, el inconsciente. Y en la tardo-modernidad ha sido el Estado el centro de referencia de la vida social. Llegamos al actual escenario de entre-épocas donde, sólo en apariencia, el mundo ha perdido su centro. Una especie de mutación se abre camino para tomar ese centro. Habíamos olvidado percibir a las personas y sus vínculos como anteriores a toda estructura social, sea el Estado, el mercado o los medios de comunicación. La centralidad del Estado de bienestar se fue labrando en transacciones de poder, dinero e influencias en las esferas política, económica y mediática, generando con ello un déficit de sentido y un malestar omnipresente en el ciudadano contemporáneo. A ello ha contribuido también la marginación de esa otra antigua institución que es la familia.
La conciencia de agotamiento de ese modelo está despertando y haciendo emerger una nueva sensibilidad. Hemos reaprendido que algo tan antiguo como fundar una casa no sólo constituye el factor fundamental para generar sentido, también para generar la más radical y elemental forma de solidaridad. La familia es foco de florecimiento personal, de proyección, de cultura innovadora, escuela de empatía y rescoldo de libertades. No hay en ella lugar para el cálculo de intercambios sino para la confianza vital, para el verdadero servicio personalizado de los padres hacia los hijos y, pasado el tiempo, de estos hacia sus progenitores. Qué enorme paradoja la del Estado de bienestar que ignoró, más allá de la mera unidad de consumo, la radical y radiante fuente de bienestar de la familia.
La anomia de la familia postmoderna – con sus desregularizaciones o el confundente papel de los géneros- ha inducido buena parte de distorsiones o psicologías confusas y retorcidas que son fuente de enfermedad psicosomática y de pobreza. Aunque muchas familias han resistido los embates de los procesos sociales replegándose como convidadas de piedra del Estado y del mercado, otras muchas han perecido ante el vaciamiento de su propio estilo de vida, de su ethos, dejando a sus miembros más débiles -ancianos, minusválidos, enfermos crónicos, niños, inadaptados…- al socaire de una asistencia pública sin posibilidad de prevenir las conductas más erráticas, como la delincuencia, la prostitución temprana, el fracaso escolar, las adicciones de toda especie o la violencia. Frente a la farándula audiovisual, las nuevas tecnologías del conocimiento parecen modular otra cultura de la familia y favorecer un protagonismo más activo en la iniciativa social, lo que supondría un suplemento de sentido, tan necesario como el oxígeno, para la sociedad senil que se avecina.
La desvitalización de la democracia, como resultado del ensombrecedor monopolio que el statu quo de los partidos (partitocracia) ha ejercido sobre la vida pública, es posiblemente la más grave patología de las sociedades liberales. Y la única fuente de revitalización de ese tejido social en creciente descontento es el conjunto de los ciudadanos y su capacidad de modular el intervencionismo estatal, el consumismo o la manipulación de la opinión pública. Ni de la democracia (la mejor forma de gobierno) ni del mercado debe esperarse maná alguno que contenga solución a problemas relacionados con el sentido de la vida. Parte del descontento deriva de haber confiado asuntos tan fundamentales -de índole prepolítica y preeconómica- a esas instancias carentes de respuestas a la crisis de integración social, como la apatía, la abstención, la disidencia o el conformismo. La sociopatía que se deriva de la complejidad de nuestras democracias podría recibir adecuado tratamiento en la trama vincular, sutil y ascendente, que discurre desde la base ciudadana hacia estructuras abstractas y universales, y no a la inversa. Ser ciudadano hoy no consiste en pagar impuestos, votar o percibir prestaciones. Si la democracia no estimula el marco cívico para el protagonismo de sus ciudadanos en proyectos de relevancia pública, el descontento, una vez más, estará servido. La responsabilidad que el ciudadano actual percibe, desde la mayoría de edad hasta su último suspiro no es primariamente política ni económica, sino creadora de sentido y de autorrealización de su propia identidad, es decir, de índole ética y cultural. Así las cosas, sus verdades mundanas no pueden ser ventiladas al margen de los anhelos profundos de su corazón.
El Estado ya no es el centro de la vida social, ni la política representa foco alguno para el dinamismo social o la innovación cultural. Destacados economistas de influencia internacional han resaltado el peso económico de ciertos factores no comerciales, tales como la familia, la natalidad o la educación. El valor primario de las mercancías ha comenzado a ser sustituido por la capacidad de aprender, de saber más y de transmitir ese conocimiento a través de la enseñanza y de las nuevas tecnologías. Recientes avances tecnológicos colocan al hombre y a la mujer real y concreto, enraizado en la solidaridad de la familia, del grupo profesional, educativo, vecinal o religioso, como única fuente radical de innovación. Ahora bien, en un tiempo indigente como el actual, ¿dónde encuentra ese hombre y mujer concreto el manadero de energía espiritual o de luz que lo oriente entre tanto espectáculo y lo devuelva a sí mismo? En otras entradas hemos sostenido que contemporizar con pensamientos del rigor, la belleza y la magnanimidad de los clásicos, conecta con aquella savia de la vida que ha nutrido los mejores frutos de nuestra civilización. Los clásicos griegos y latinos acompañan en el empeño de redescubrir los orígenes, de alumbrar lo más seminal de cada hombre y mujer de toda época. El pensamiento clásico no es tradicional, más bien pertenece a ese momento creador en el que algo se derrumba bajo los pies mientras todavía no suena el latido de una nueva corriente. Aprender a pensar de forma elevada, sublime y épica abre siempre nuevos horizontes.
La aparición de las nuevas tecnologías del conocimiento facilita a la inteligencia la posibilidad de contemplar la realidad, tanto la sutil como la mostrenca, desde perspectivas inéditas. La originariedad genera realidades nunca ensayadas, ni siquiera imaginadas con anterioridad a que dicho instrumento compareciera ante la creatividad humana. De hecho, el pragmatismo de cortos vuelos de burócratas y tecnócratas está girando a una tierra fértil, en la que el aprendiz de un oficio puede conectar con las creaciones más elevadas de la humanidad y descubrir lo que hay de innovador en la manera en que fueron pensadas y suscitadas. Se forjan semilleros de innovación que estimulan el desarrollo de planteamientos inesperados e inéditos en el plano intelectual. Los viejos planes estratégicos o predicciones cuantitativas son sustituidos por ideas, ideales o propuestas de perfección, como visión de futuro, forjadas y debatidas entre todas las personas de la institución y en la que todas se embarcan. En la sociedad del conocimiento lo decisivo no es tanto el intercambio de mercancías como la generación de conocimiento y su difusión. El internet de la cosas está reduciendo el coste marginal de la producción de bienes y servicios y la industria 4.0 revoluciona la forma de organizar los medios de producción y asignación de recursos. Cualquier corporación inteligente puede constituirse en légamo fecundo, si se empeña en el aprendizaje continuo de nuevos saberes. La investigación ya no representa un lujo institucional restringido a ciertos departamentos bien subvencionados. La propia esencia de la industria está virando desde la producción hacia la indagación científica y tecnológica.
Y el protagonista es el aprendiz, y la operación vital aprender con rapidez y sin pasar por alto la dimensión ética del conocimiento como camino de plenitud. Tal actitud de aprendiz alcanza su cénit en una comunidad en la que llegará a dominar el oficio y enseñarlo a otros. Conozco el proceso de aprendizaje del oficio médico: seis años de estudios teóricos no representan nada si tras ellos no se produce la integración en un equipo (periodo de residencia) para poner en práctica -de manera cuidadosamente reglada y empezando con tareas rutinarias y modestas- el conocimiento teórico adquirido y llegar a realizar aportaciones propias, aceptadas si son coherentes con los valores, las normas y la dinámica de perfeccionamiento y seguridad de ese entorno. Lo decisivo de este modelo de aprendizaje no es el saber práctico, sino la posibilidad continuada de nuevos saberes que ya no derivan del adquirido sino del propio sujeto, ahora preparado y educado para aprender más. En la sociedad del conocimiento la educación se reorienta a la adquisición de hábitos intelectuales y prácticos que impulsan al ciudadano a hacer de su vida un continuo aprendizaje. La vieja retórica de postular valores queda fuera de juego: la ética se puede aprender y practicar pero propiamente no se puede enseñar.
Es interesante recordar hoy a Tocqueville, quien expresó con claridad que el fundamento de la democracia es el estado moral e intelectual de un pueblo. Al reflexionar sobre estos asuntos me viene a la memoria aquella escena de El señor de los anillos en la que Gandalf se dirige a Frodo -cuando este se lamenta de que el Anillo Único haya caído en sus manos- y le recuerda que “lo único que depende de nosotros es decidir qué hacer con la época que nos ha tocado”. El mismo Ortega, con quien introducimos este post insistía en no esperar nada de las instancias abarcadoras y abstractas que son el Estado y el mercado.
De nosotros depende lo bueno y lo mejor, y que el rumbo de nuestro buque no desaproveche otra vez la dirección que marcan los vientos. La historia la hacen los hombres de cada época. Y los ciudadanos de hoy somos los protagonistas de este cambio.
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