Un argumento estadístico sostiene que, dado un tiempo suficiente, cien monos golpeando al azar teclados de ordenador, podrían acabar por escribir el Quijote. Sin embargo, con el mismo argumento se sabe que en doce mil millones de años, edad aproximada que se le estima al universo, esa probabilidad no se cumpliría ni siquiera para un párrafo.
Los científicos F. Hoyle y F. B. Salisbury ya vieron en sus cálculos, que la edad del universo no es tiempo suficiente para crear una sola enzima por casualidad. Me temo que algo distinto de la casualidad debe de andar impulsando al universo. Aunque los científicos tradicionales hayan sostenido que el azar (junto a una cantidad infinita de tiempo, claro) bien pudiera ser la fuente de explicación, muchos datos demuestran que es justamente el azar aquello en lo que trabaja el universo para vencer, aquello a lo que se sobrepone el impulso transcendente.
Incluso la explicación darwiniana de la selección biológica, (que ya vimos que el propio Darwin declaró deficiente) choca con la finitud del tiempo. En efecto, la selección natural opera sólo con mutaciones que ya se han producido pero cuyo origen nadie puede explicar en los plazos transcurridos.
El impulso hacia la evolución (hacia la trascendencia) es parte fundamental de la trama íntima del universo. Whitehead, uno de los más destacados lógicos matemáticos de la historia, sostuvo que “el fundamento metafísico original es el avance creativo hacia la novedad”. Me pregunto si no será ese fundamento el mismo Espíritu, especie de vacuidad matricial de la que toda forma nace, como han sosteniendo las tradiciones orientales durante milenios.
Después de tantos años contemporizando con pacientes hospitalizados, muchos de los cuales se enfrentan con escasos recursos interiores a su deterioro mental y físico, he aprendido que no es el caudal tecnológico, ni siquiera el científico del que dispone la medicina, el factor de mayor impulso a la hora de adoptar estrategias para alcanzar el destino de los patriarcas: una vida gozosa, llena de energía y colmada de años; he aprendido que aquellos que tienen buenas razones para vivir, son los mismos que se han cargado de una profunda fe en su propia capacidad para sanar y seguir creciendo, y se hicieron con un propósito: decidir que la experiencia del mundo que ven y tocan no agota la realidad que pueden vivenciar.
Sostener hoy el dogma del positivismo radical, según el cual la realidad se agota allí donde lo hace la experiencia sensible y medible, no es defendible abiertamente por la ciencia sino por el cientifismo. Cuando la dimensión del Espíritu se hace realidad en la consciencia de un ser humano, algo se transforma en su personalidad, discretas resonancias son percibidas, no sólo en sus procesos mentales, también en su propia fisiología. Es la llama del entusiasmo, que se mantiene encendida y ventilada por la apertura a la espiritualidad. Los grandes místicos de todos los tiempos, incluidos los occidentales, desde Plotino y Eckhart, hasta nuestros contemporáneos Simon Weil o Dag Hammarskjold, han defendido que la realidad absoluta y el mundo relativo, no están separados.
El positivismo y su defensa de que no existe más realidad que la experiencia, tiene su origen en el siglo XIX y es minoritario en comparación con otras culturas distintas de la occidental. A decir del filósofo Javier Gomá, son sus postulados los que requerirían una prueba adicional, porque la espiritualidad disfruta por su historia y por esos términos de comparación de una presunción favorable.
He conocido a muchos pacientes deprimidos. Durante mis años de observación, he comprobado que muchos eran personas convencidas de que el mundo les había desheredado de su capacidad de cambio. Su amargura obedecía a la creencia de que el mundo había agotado sus expectativas con ellos.
Tal vez muchos creyeron que el asunto del espíritu no era más que una simple licencia poética, pero para mi, negar esa realidad y negarse la experiencia del silencio, debilita y dispersa el pensamiento y lleva a la negligencia de negar también el misterio y acabar viviendo un mundo chato y sin sentido. Desde la ignorancia y la inconsciencia, uno no puede cargarse de razones para vivir con con gozo, con fuerza y entusiasmo, razones que se descubren en el reencuentro con el silencio, con el espíritu, con ese espacio de experiencia o vivencia donde acaban por desactivarse prejuicios y suposiciones, y donde puede vislumbrarse el propio propósito transcendente.
Con el desapego de la dimensión espiritual, el hombre pierde el impulso de esa trama íntima del universo que es la evolución y le dibuja el lento pero inexorable descamino hacia trastorno biopsicosocial. La experiencia espiritual es una vivencia universal, patrimonio de la humanidad, sobre la que descansa toda tradición que busca el entusiasmo, la compasión y la convivencia con la naturaleza. No se requiera la rigidez ascética de ningún camino concreto para iniciar la apertura a la salud plena en el entramado del universo, tal y como ensayaron los patriarcas.
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