En 1993, durante mi estancia en el hospital londinense Charing Cross, asistí a las jornadas organizadas por el departamento de oncología y, en una de las conferencias sobre genética y cáncer, recuerdo vivamente al biólogo americano Frederik Nijhout comentar la sorprendente idea según la cual nunca se había demostrado que los genes marcaran el paso del desarrollo celular, a propósito de una acalorada discusión sobre su importante trabajo[1] publicado tres años antes. Nijhout ironizaba con una insólita idea: el control genético se había convertido en una metáfora de la sociedad, en la que los ingenieros genéticos eran los nuevos magos curando enfermedades y creando genios.
Durante el bufet que compartimos después de su charla, no dejé escapar la oportunidad de abordar a este prestigioso entomólogo para preguntarle cómo le había llegado su interés por un aspecto de la ciencia tan a contracorriente de los tiempos. No me podía imaginar que su respuesta me impulsara a tanto aprendizaje durante los años siguientes. Me recomendó la carta que Darwin escribió a Moritz Wagner al final de su vida, hoy disponible en internet, en la que admitía por primera vez, la influencia que el medio ambiente ejerce sobre la evolución. Hoy resulta sorprendente que aún haya científicos más darwinistas que el propio Darwin.
El hito histórico del imperio de la genética se produjo en 1953 cuando Francis Crick formuló el principio conocido como “Dogma Central” según el cual el ADN determina las proteínas que estrucuran un organismo, junto al rechazo explícito de toda posible influencia del entorno sobre los genes.
Y es que el ser humano tiene una enorme capacidad para aferrarse a falsas creencias, y los científicos racionalistas no son una excepción. Es cierto que hay enfermedades como la talasemia, la fibrosis quística y algunas otras, que resultan de un único gen defectuoso, lo que afecta al 1% de la población, pero la verdadera epidemia que hoy padece la inmensa mayoría de occidentales con enfermedades como el cáncer, el infarto, la diabetes, el ictus y otros trastornos mentales y de conducta, es el resultado de una compleja influencia de factores medioambientales sobre multitud de genes.
Se hace difícil aceptar en el hospital la numerosa nómina de personas que viven aterradas con la expectativa de que un inesperado día sus genes se volverán contra ellas, como una vez ocurriera a sus progenitores, sin tomar conciencia de que factores como los hábitos alimentarios, el estrés, el miedo o la depresión, son los verdaderos anclas que enganchan con la temida epidemia de hoy.
Las influencias medioambientales, entre las que quiero destacar la nutrición, el estrés o las emociones, pueden modificar los genes, pero no son los genes los que marcan el destino. Toda predisposición heredada, carece del peso que posee la combinación de causas físicas, mentales, emocionales y espirituales, cuya correcta armonización puede tutelar el destino de los patriarcas, de una vida entusiasta, equilibrada y larga.
Quiero llamar la atención sobre papel de los pensamientos y creencias por su especial relevancia entre el conjunto de factores del entorno, pues juegan su partida con la baraja marcada. La mayoría de las creencias debilitantes se almacenan en las profundidades subconscientes durante la niñez, cuando ese recóndito sistema de reproducción refleja, permanece aún con sus compuertas abiertas de par en par. Aprender a escapar de los deletéreos programas subconscientes en la edad adulta, tal vez constituya una de las más difíciles pero edificantes tareas de la vida. El primer pago exigido como rescate, tiene que ver con el reconocimiento del poder inmenso de esas creencias y con el paralelo aprendizaje de la capacidad de la consciencia como órgano sensorial de reciente evolución, cuya habilidad para obviar los determinismos subconscientes y reconocer las emociones, constituye la base del libre albedrío y la llave a la libertad interior.
[1] Metaphors and the Role of Genes in Development. Bioessays, 12 (9) 1990, 441-446