“A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque prefiramos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”
Susan Sontag. La enfermedad y sus metáforas
La enfermedad es, en la biografía de todo ser humano, un episodio de esos que remueven intensa y significativamente todas sus esferas fundamentales, no sólo la corporal, también la psíquica, la social y la espiritual. Me atrevo a decir que la irrupción de la enfermedad puede inducir cambios profundos e irreversibles en cada una de ellas.
Quisiera apuntar una cierta distancia entre las dimensiones espiritual y religiosa, a veces maniquea o puerilmente confundidas. Adelanto mi apuesta por ampliar la perspectiva antropológica bio-psico-social, incluyendo en ella la primera de estas dimensiones para poder justificar la potencialidad humana en su integridad.
Sin pretender desarrollar el estudio que la dimensión de lo espiritual se merece por la riqueza de significados que atesora, cazar su esencia es hacer referencia a interrogantes sobre el sentido del mundo y la comprensión profunda de sus seres y sobre el sentido de propósito y significado de la existencia. Se trata de una cualidad inherente a todo ser humano que no representa patrimonio exclusivo de ninguna tradición religiosa, sino una posibilidad humana que puede o no incluir la relación con la Transcendencia. La religiosidad se relaciona con conductas, obras y rituales y presupone un acto de fe en la ligazón con una Realidad que no es sensible ni demostrable.
Si bien la teología, la filosofía y la psicología han atendido generosamente estos aspectos del hombre, también la clínica comienza a prestarle atención en base a evidencias que relacionan lo mental y emocional con lo somático, y aquellas otras que muestran cómo algunos trastornos de estas esferas hunden sus raíces en la vida espiritual. El vacío existencial, la apatía, algunos trastornos de ansiedad y depresión e incluso la incapacidad para aceptarse a sí mismo y a los otros o la propia desesperación –como crisis estructural de sentido- son manifestaciones de un sufrimiento cuya comprensión no es posible sin considerar la dimensión espiritual del hombre.
En la enfermedad grave quedan desordenados todos los contenidos de la consciencia, más aún, desaparece el sentido de orden en la urdimbre de la vida, como si el destino rehusara implacablemente ofrecer salidas. Se suscita en el enfermo, en todo enfermo, interrogantes que lo sitúan en su esfera espiritual.
Así las cosas, no es posible considerar la enfermedad sólo como un episodio técnicamente medible y clasificable en tal o cual alteración orgánica; más allá de esto, se trata de una experiencia de profunda quiebra en la intimidad de la mujer o del hombre quien con su cuerpo dañado, también siente que lo está todo su ser.
El propio enfermo siente un poderoso golpe tanto sobre su libertad como en su consciencia. En la primera, siente comprometida gravemente su capacidad de decisión que llega incluso a desfigurar su horizonte de sentido. En el campo de la consciencia aparecen contenidos que jamás antes habían concurrido, la idea de precariedad de la vida, de aceptación de su vulnerabilidad, una especie de epifanía vital a su condición de ser-necesitado, a la vez que transforma la salud en ideal y el estar vivo, en un regalo.
Desde la incapacidad para conducir su vida, para albergar grandes esperanzas o satisfacer proyectos y deseos de plenitud, el hombre enfermo, alejado de la familia, el trabajo y de todos sus vínculos, inicia un camino de introspección, en el que siente a veces que los sanos no comprenden el esfuerzo que significa luchar contra la debilidad. Desde lo contingente de la vida y esa condición de necesitado, vividos ahora en el núcleo de su corazón, queda rendido incluso al carácter provisional de su propia autonomía.
Todo ser humano, antes o después, acaba probando el amargo néctar de este cáliz que lo conduce por los abismos del sentido y lo empuja a hacer balance existencial de la propia vida. Se comprende la ventaja cuando el enfermo es joven y adquiere fuerzas y esperanza en la curación para recuperar su cercanía a las cosas y las personas. Sin embargo, el viejo descubre una tragedia detrás de esos balances porque carece de tiempo para equilibrar el haber y el debe de su vida.
Frente a ello, algunos aprenden a no quedar limitados por negligencias del pasado ni abrumarse por viejos remordimientos o resentimientos, porque saben radicar el foco de pensamientos y sentimientos en su presente como única fuente para experimentar armonía.
Siendo la vida lo que es, mucho más grande y enigmática que toda definición, la enfermedad muestra que cabe una milagrosa posibilidad de realización esencial: saber que se puede aprender y crecer desde cualquier situación. La vida como aventura espiritual, es un camino transcendente hacia la sabiduría y la realización de sí, que incluye inexorablemente la enfermedad, pero sólo como un paso más… Yo creo que de todas las virtudes que cada ser humano debe aprender, no hay otra más necesaria y con más probabilidad de mejorar la existencia que la capacidad de afrontar la adversidad transformándola en un desafío. Aprender esta habilidad ha permitido a muchos disfrutar incluso como ciudadanos de aquel otro lugar.
Deja una respuesta