Y el verbo se hizo carne…
Entre las lecturas que más perplejidad, asombro poético y aprendizaje me ha proporcionado, están las parábolas del primer libro de Moisés, donde se recogen los infinitos avatares de la naturaleza humana, y entre ellos, el camino del hombre para crear sus propias penalidades. Leyendo el Génesis con la “mirada ingenua” -como recomendaba José Manuel de Prada en su prólogo a la edición de Muchnik en 1998-, y prescindiendo de aportaciones exegéticas, uno intuye un texto pedagógico, o tal vez psicológico, donde se muestran los distintos estados mentales, representados indirectamente con figuras retóricas.
En la parábola de Adán y Eva, ambos representan un sólo ser, el cuerpo y el alma, respectivamente. Después de que Eva prueba el fruto prohibido, ambos son expulsados del paraíso. Intuyo una especie de ley acerca de cómo las convicciones profundas de la psique humana se encarnan en el cuerpo. La encarnación del hombre no sólo hace referencia a su cuerpo, también abarca alma y entorno cercano, expresión este del contenido de su mente. Bien visto, el estado mental no es tanto resultado de condiciones externas como de haber probado el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Una mente alimentada con los frutos del miedo, la ira o la tristeza acaba, literalmente, con la armonía y libertad del cuerpo y su entorno.
Desde la verdad poética que encierra esta parábola, tan propia de los mitos, me pregunto qué llevaría, en su largo caminar histórico, a convertirla en un abstruso sermón en el que se cuenta la concepción de una pareja de adultos, sin infancia ni juventud, que es castigada en la primera infracción cometida y sin que las víctimas nada puedan comprender, lo que tan absurdo como injusto resulta para la descendencia.
Destaca en el escenario la figura de la serpiente simbolizando la naturaleza inferior del hombre, sus convicciones morbosas, sus limitaciones depositadas en la oscura recámara del inconsciente. Y en relación a la creencia de que frente a los estímulos exteriores, nuestro interior sólo puede reaccionar, ¿no constituye esto una de las claves de bóveda sobre la que pivota la caída del hombre? Sutiles creencias que aquella recamara dispara en momentos inoportunos, mientras los mejores frutos yacen en el olvido. Y es que la sigilosa serpiente de suaves movimientos, ataca sin avisar.
Decía Julián Marías, en su último discurso público, que “la realidad es problemática y se presenta interrogando”. Yo creo que aquellos que logran troquelar un modelo mental, un estilo interpretativo, forjado al socaire de una vocación noble, definidor de un claro papel en esa realidad, pueden responder con habilidad y, al cabo, con sabiduría ante la mayor parte de los desafíos que la realidad presenta. Cuando el corazón de un hombre da cobijo a la argamasa de bien y de mal, de pensamientos o sentimientos elevados en pugna con lo más mezquino de su condición, -“conocimiento del bien y del mal”- emerge problemática toda realidad que induce la caída.
Poseemos libertad para aprender a pensar y sentir con altura o para albergar adicciones como el resentimiento, la condena, la impostura o la ira reprimida, vínculos emocionales que se encarnan tanto en el cuerpo como en el ambiente. Nutrir la mente con esos frutos podridos inhabilita para experimentar la compasión y la armonía. Vencer la tentación de probar esos frutos implica negarse a aceptarlos interiormente y no creer en esa realidad que sólo lleva a la enfermedad y a la pobreza
Adán y Eva llegan finalmente a un estado de confusión y duda que les impide ver una salida, lo que los mantiene en la convicción de que aquello que no puede curarse, debe soportarse, convicción que los aleja definitivamente del árbol de la vida, el árbol de la claridad de la consciencia, de la comprensión de que el auténtico yo es espiritual e inmortal y que el milagro de todo hombre es su vínculo secreto con sus semejantes y con su propia divinidad.
Los elevados ideales son potencias innatas del corazón de todos, que pueden ser perseguidos mientras se expande y crece en lo personal. Para que nos habiten, su conocimiento, como todo conocimiento, tiene que ser vivido y repetidamente experimentado hasta que sin ser pensado, emerja con fluidez; entonces el verbo se ha hecho carne.
La vida puede organizarse, en gran parte, según cómo y quienes estemos siendo, según cómo organicemos nuestra mente y nuestro corazón (en distintas lenguas orientales se utilice un mismo lexema para ambas palabras). En mi oficio de médico a veces me parece intuir una cierta semejanza entre la forma en que un ser humano enferma o muere y aquella otra en la que predominantemente ha vivido. De alguna manera, de cada estado del ser, emerge una realidad. La vida es lo es, pero siempre cabe contemplarla como un reto donde cultivar el espíritu como fuente viva de humanidad.
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