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19 abril

Descargo de conciencia: ¿Barbarie o civilización?

 

 

Debemos permanecer inmóviles

y sin embargo seguir en movimiento

hacia otra intensidad

a una ulterior unión, a una más profunda comunión.


T. S. Eliot

 

El fin último de la universal experiencia vital no es morir, después de vivir y envejecer, sino entregar lo mejor que ha sido posible cultivar a pesar de los baños ácidos. Hechos para gastarnos en medio de la red, desvelamos el ser verdadero que cada uno ha pulido para entregar; un fin prescrito en el primer átomo de la primera molécula del núcleo genético de cada célula. ¿No es esta la lógica secreta que se mueve entre las estrellas, la tierra, el aire y el agua, y que posibilita cada nuevo estadio de existencia? De hecho, el jardinero muere pero el don de su jardín permanece. El médico recorre su sendero de realización en la cura, el alivio o el acompañamiento al enfermo en su dolor. No es la medicina mera ciencia o técnica sino, ante todo, el arte de sanar, que la inscribe en esa lógica secreta del universo. El escritor tampoco escribe por el mero placer de escribir, quiere sentir la dicha de comunicar, de compartir con otros sus visiones e intuiciones a través de su obra.

El instinto de la vida, desde la célula primigenia, no sólo tiende a la supervivencia -la lógica de las pulsiones del yo-, posee aún otra tendencia innata en la que no acabamos de confiar: superar todo aislamiento y abrirse para compartir recursos y crecer en comunidad de intercambios. En ese intercambio que se genera dentro de la red de influencias mutuas en la que vivimos, radica la almendra de la humanidad. Por eso el espíritu de donación, aún a riesgo de la dureza del vivir y envejecer y del destino final de todo lo vivo, supera en rango a la lógica de la posesión (cálculos de pérdidas y ganancias, de defensas y ataques) y abre a cada hombre o mujer a sus semejantes a través de la entrega y generosidad. Aunque se trata de experiencias subjetivas, en realidad pueden predicarse en todos, una tendencia innata cuya afortunada evolución transformará en extravagante, quimérico y excepcional el ancestral espíritu posesivo, cuyo fin único es combatir para acumular, conservar y consumir en soledad.

Se han agotado los relatos metafísicos, religiosos e ideológicos que durante milenios impulsaron a los hombres a integrarse en sociedad. Sólo la lógica del don –en oposición a la común creencia de que es un quebranto contranatura– enseña la experiencia de prosperidad en comunidad en la que cada vocación adquiere su plenitud. Si una comunidad se mueve en tal dirección, cada individualidad quedará inclinada, por la ósmosis del ejemplo, a cultivar y entregar lo mejor de sí. Pero, ¿qué milagro inclina la comunidad hacia la civilización antes que a la gratificación de la barbarie? No lo sé. En mi vocación de médico, presiento que tal vez convenga comenzar por construirnos cimientos más sólidos persiguiendo una propuesta de ideal, el de salud plena, que convoca a cultivo y perfección todas las dimensiones que estructuran nuestra subjetividad: orgánica, psíquica, espiritual, social y ecológica, como unidad que nunca debió fragmentarse. Otros autores[1] han propuesto la necesidad de un nuevo lenguaje, un arte y una novela de formación nuevos para nuestra época, cuyo encantamiento transformaría el corazón de los hombres de hoy: es impensable una civilización sin una poética”.

Nada más desmoralizador que el contraste entre la infamia de pobreza e inmigración asolando los márgenes meridionales de nuestro continente, y la anuencia de los gobiernos europeos con la anacrónica dialéctica de la historia que reafirma imperios, levanta fronteras y evoca ominosos errores del pasado. Una dialéctica de la que ni el santo de Hipona o el mismo Rousseau se vieron excluidos, y que llevó a las doctrinas del siglo XX a ejecutar la ignominia desde el disciplinado orden de los despachos para acabar en la desolación. En democracia no hay súbditos ni masas sino mayoría de ciudadanos que, en su aspiración a lo mejor, sienten la responsabilidad de marcar el paso a la minoría de servidores civiles.

En sus apuntes personales, la escritora Matilde Donaire recogió un sugerente y jugoso debate de presentación en 1976 del libro de Pedro Laín Entralgo Descargo de conciencia. Es un documento de impagable valor, no sólo por la confesión oral de este gigante del humanismo médico en relación a su indolente postura en la contienda incivil -como allí se denominó a la guerra del 36- o por los testimonios recogidos de otros ilustres participantes[2], sino sobre todo por la profunda enseñanza con que concluyó el dolido Laín Entralgo en contestación al entonces joven político y académico Raúl Morodo: “la historia es un recuerdo de lo que fue, al servicio de una esperanza”.

Una esperanza que fortalece el compromiso con las necesidades de nuestro tiempo e inclina al deber moral con la humanidad, porque el espíritu que la inspira nace del corazón humano, donde todos estamos vinculados y responsabilizados de los demás; tal vez ahí encuentre su maná la semilla del ideal cosmopolita. Una esperanza así tiene como primer puerto la paz. Pero conviene no identificar la esperanza con la expectativa: esta no contribuye a la paz, sólo la esperanza lo hace. Las expectativas difieren y pueden dividir, mientras que la esperanza es universal. Las expectativas -con sus temores a hombros- acumulan fantasmas que amenazan con el estrago de la indiferencia. ¿Repetiremos de nuevo otro cerrar los ojos o mirar para otro lado?

No podemos permanecer encerrados entre fronteras, encerrados en nuestro psiquismo herido, en la individual experiencia y sus inesperados jarros de agua hirviendo. No tengo argumentos para levantar el vuelo sobre la realidad inhóspita del mundo, pero presiento que si no abrimos los ojos del corazón para despegar de la expectativa individual y lanzarnos a una esperanza de todos, resultará difícil contener los límites a las pulsiones bárbaras del yo, lo que de nuevo abrirá las compuertas de los ya visitados sótanos del infierno. En su obra Cuatro Cuartetos, T. S. Eliot habla de la paradoja de la esperanza, ese estar “inmóviles y todavía seguir moviéndonos”. Tan exquisitamente expresa el poeta sus sagaces intuiciones que le rindo homenaje introduciendo con su poema este pobre intento de pensar, sentir y compartir al servicio de la esperanza.

[1] En el micro-ensayo Responsabilidad en el arte, publicado por J. Gomá en su reciente obra Filosofía mundana. Ed. Galaxia Gutenberg 2016

[2] Buero Vallejo, Lázaro Carreter, Josefina Carabias, Dionisio Ridruejo…

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