La bella y triste historia del prodigioso pianista australiano David Helfgott llevada al cine en 1996 por su compatriota, el director Scott Hicks e interpretada por el genial Geoffrey Rush en “El resplandor de un genio” (tituló original: Shine) no puede ilustrar mejor la imposibilidad de desafiar al subconciente.
El estricto y resentido padre, superviviente del Holocausto, hizo creer al hijo que el mundo era vil y miserable y que sólo el manto familiar podría protegerlo. Pero David, plenamente consciente de su vocación y talento, sabía que para cumplir su sueño tenía que alejarse de ese vínculo. Son las escenas del concurso en Londres, interpretando una de las piezas más difíciles al piano, Concierto para piano número tres de Rachmaninov, donde se muestra con crudeza la trágica lucha interior entre el deseo de éxito y el temor a destacar y poner en peligro su vida. Se desplomó agotado al finalizar su victoriosa interpretación, pero se despertó loco.
Una verdad antropológica sencilla pero fundamental es que el hombre, todo hombre y mujer, vive las palabras que lo habitan. Nuestra memoria es un almacén de palabras que inducen nuestra conducta y modelan nuestra identidad. Todos portamos un diálogo interior que determina nuestras relaciones con el mundo, con los otros y con nosotros mismos. Discursos grabados en nuestra niñez, convicciones aprendidas por experiencias y raudales de palabras que circulan en la vida social para acabar alojadas en nuestro memoria profunda.
Incluso en el periodo fetal, los padres ejercen su abrumadora influencia sobre los atributos físicos y mentales de los hijos. Más tarde, los niños graban para siempre comportamientos, creencias y actitudes que al generar rutas neuronales permanentes, actúan como verdades absolutas que moldearán inadvertidamente las potencialidades del hombre en su madurez. Me gusta denominarla programación subconsciente, que no sólo influirá en la conducta sino también en la propia fisiología.
La evolución desarrolló nuevas estructuras neurológicas en el hombre y con ellas, nuevos niveles de conciencia. Cuando los programas subconscientes entran en conflicto con las propuestas que nacen de la cepa de la consciencia, no hay mayor futilidad que razonar contra esos viejos programas subconscientes, ni mayor peligro que enzarzarse en campal batalla contra ellos, como así lo hizo el genial pianista de Shine.
La buena noticia es que podemos evitar ser víctimas de los sabotajes del subconsciente. Se abre la puerta del libre albedrío cuando la consciencia aprende a observar neutralmente esos contenidos y viejas palabras que nos habitan; cuando suspendiendo todo juicio de valor, alumbra las sombras de viejos rencores no resueltos o reabre templadamente viejas heridas para ventilarlas, abrazarlas e integrarlas. Atestigua entonces comportamientos inadecuados que puede detener y ofrecer a cambio creativas respuestas de valor. La puerta se abre cuando afrontamos los dos grandes impostores que son la ignorancia y la falta de consciencia.
Si bien hoy disponemos de métodos más convencionales y rápidos aunque de resultados eventuales, como la fármacoterapia o la psicoterapia, el rescate de la innovadora y antiquísima práctica del silencio, como avenida de apertura a la realidad espiritual, constituye un instrumento privilegiado para mirar más allá de la apariencia de las cosas, para vivir bien la vida, en principios, en coherencia, en valores, y para contemplar desde el corazón –ese centro sagrado- otro lugar donde no hay pensamientos sino observación de pensamientos, donde no hay juicios sino observación de nuestras mezquindades.
Comprometerse con el desarrollo de la consciencia implica la responsabilidad de recorrer el propio camino interior, de aprender a soltar el lastre de esos programas de creencias, rencores y duelos no resueltos que nos relacionan más con el sufrimiento, como fuente de enfermedad, que con el puro dolor, que es parte natural del camino de la vida. El sufrimiento es una negligencia de la mente inatenta que hace drama del dolor y vincula al victimismo y a un discurso interior cargado de veneno. La llegada del dolor puede, sin embargo, iniciarnos en el proceso de apertura del corazón y desvelar que es el momento de cultivar el silencio.
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