Durante años anduve algo obsesionado con esa frase de Romanos 7, 15, en la epístola de san Pablo, que recoge una de las experiencias humanas más universales:
“No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco”.
Su misteriosa razón se me había ocultado hasta que en mis desordenadas lecturas freudianas, un día descubrí aquello que el conspicuo psiquiatra llamó “obediencia a señales inconscientes” como desencadenantes de motivaciones ocultas.
Comprendí entonces, por qué cuando una noche de viernes que me había propuesto disfrutar de una cena con amigos, al llegar al restaurante, me sentía malhumorado. Una trivial discusión por la mañana con un colega algo manipulador, me había recordado inconscientemente trifulcas del pasado e impregnado de un recóndito malhumor. Algunos psicólogos llaman a esto “humores misteriosos”.
La vida humana se presenta, a veces, como una dramática lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las sombras, y como si atados con cadenas, quedamos inhabilitados para vencer por sí solos los envites de nuestras sombras.
Ni los más fecundos rigorismos morales nos capacitan para realizar siempre lo bueno y lo justo. Intuimos, sin conocimiento de causa, que habitualmente no somos aquello que estamos llamados a ser.
Todas las tradiciones espirituales han reconocido esa división interior en los hombres y su inclinación al mal. Han reconocido que el estado mental ordinario de la mayoría de seres humanos contiene un elemento disfuncional.
Resulta curioso que la palabra Pecado haya sido utilizada por la tradición cristiana para describir la mente dispersa o errante. Estar desatento y disperso es prestar el alma al diablo. Pecado significa negligencia, no acertar con el sentido de la existencia, vivir torpe, ciega e inconscientemente, sufriendo y haciendo sufrir. En la mente dispersa, los pensamientos se suceden ininterrumpida y desordenadamente; no es la mente que trabaja y soluciona problemas sino la que cavila y los acentúa.
San Agustín en el siglo V ya comentaba que no son tres los tiempos para el hombre, que sólo dispone del presente de las cosas presente, del presente de las cosas pasadas y del presente de las cosas futuras. La tendencia para rumiar en el presente de cosas pasadas, o planificar en el presente de cosas por llegar, invade nuestro tiempo de vigilia, el presente de las cosas de ahora, colmándolo de la ansiedad por anticipar o de la tristeza por recordar, tonalidades afectivas cuya cronificación desemboca inexorablemente en disfunciones biopsicosociales.
La fuga inconsciente de la realidad impide habitar en la experiencia presente, estar en lo que se está con la necesaria claridad, lo que permite que se cuelen esas “señales inconscientes” que en el escenario de la vida corriente irrumpen como humores misteriosos.
La mente es un instrumento soberbio cuando uno la dirige, pero se vuelve venenosa si sus contenidos, como caballo desbocado, toman el mando y uno cree ser la voz que critica, que compara, que mide o fantasea sin cesar. Ese es el engaño y la fuente de enfermedad. Vivir fuera de los márgenes de la consciencia es, en última instancia, doloroso y enfermizo. Al contrario, roturar la consciencia y abonarla con la educación, esa facultad humana que es la atención centrada, desactiva el veneno de las semillas negras.
En su novela El extranjero Albert Camus utilizó la expresión “momento de la conciencia” cuando Mersault conoció que en tres días sería ejecutado por asesinato y después de quedar desbordado por el miedo, ya en el camastro de su prisión, descubrió a través del tragaluz, un cielo nítido y azul. Decidió entonces vivir cada instante que le quedara del modo más completo y profundo. Una intensa atención logró anclar en aquel cielo, una “visión clara y cabal” le permitió vivir un final en paz.
Ortega en su obra El hombre y la gente dice textualmente: “en la alteración el hombre pierde su atributo más esencial: la posibilidad de meditar, de recogerse dentro de sí mismo para ponerse consigo mismo de acuerdo y precisarse qué es lo que cree, lo que de verdad estima y lo que de verdad detesta. La alteración le obnubila, le ciega, le obliga a actuar mecánicamente en un frenético sonambulismo”
El estado ordinario de la mente, desordenada y negligente, carece de claridad y apertura como sensor de esos “humores misteriosos”, los mismos que asientan en la base del sufrimiento humano.
Es propio de la mente estar en continua reacción automática y en esa reacción no hay consciencia, no hay discriminación del proceso pensar, sentir y hacer. En cierto sentido hay esclavitud, una esclavitud que impide hacer el bien deseado; probablemente la esclavitud que quiso reflejar san Pablo en su epístola a los Romanos.
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