“Por encima de todo guarda tu corazón, porque de él brota la vida”
Proverbios 4, 23
Hoy me atrevo a decir que la mayor parte del tiempo, el pensar tiene poco que ver con la voluntad, pues a la mayoría nos ocurre como con el respirar, que nos pasa desapercibido. Una especie de voz ajena surge del fondo de nuestras cabezas para poseernos. Muy pocos son los que distinguen su individualidad o su ser de los ruidos de la mente y gozan de libertad interior, de la experiencia de paz, alegría y vitalidad como plinto que conduce a expresar creatividad y compasión.
La mayoría quedamos atrapados en el error de confundir el flujo repetitivo de pensamientos con nuestro ser y nuestra consciencia, de confundir la parte con el todo para quedar separados de toda la realidad que somos, de los demás y del mundo, rehenes de viejas formaciones mentales, con frecuencia disfuncionales y que generalmente recrean pesadillas del pasado o desesperanzados escenarios de futuro.
Además de plantear erróneamente la dualidad mente-cuerpo o razón-emoción, lo que el prestigioso neurólogo Antonio Damasio desarrolló in extenso en su libro El error de Descartes, nuestro gran filósofo francés del siglo XVII también reflexionó sobre la posibilidad de que hubiese algo que pudiera conocerse con absoluta certeza. El propio fundador de la filosofía moderna desveló su respuesta: el acto de pensar está fuera de toda duda y por tanto puede identificarse el pensar con el “yo soy”: pienso, luego existo. Pero en el siglo XX, otro filósofo francés, JP Sartre, examinando la conocida frase de Descarte, se dio cuenta de que “la conciencia que dice existo no es la conciencia que piensa”. De tal manera que cuando se es consciente de que se está pensando, dicha consciencia no forma parte de tal círculo de pensamientos, sino de otra dimensión.
Grandes escritores del siglo XX como Thomas Mann, Herman Hess, Albert Camus, TS Eliot, James Joyce o Franz Kafka han representado con maestría en sus obras ese alejamiento de sí mismo, para reconocerlo como problema universal del la existencia humana.
Tampoco las emociones han recibido valoraciones prudentes. A veces, los pensamientos desencadenan respuestas emocionales tan rápidas, -probablemente desde pensamientos pre-verbales e inconscientes- que antes de ser representados lingüísticamente, ya se ha manifestado la reacción emocional.
El cuerpo humano queda así sometido a un tipo de estrés subliminal que en realidad rara vez es secundado por auténticas amenazas. Es ese influjo que nace de la mente indisciplinada y dispersa, el que con frecuencia socava sutil y persistentemente el propio potencial salutífero.
Toda forma de vida es poseída por una especie de inteligencia singular que la ordena, que da cohesión a cada célula, tejido y partícula sobre la que se estructura, un Principio organizador que dirige el funcionamiento de toda vida: no sólo el latido cardiaco, la digestión, la circulación, las señales celulares de los sistemas nervioso, inmunológico o endocrino… también el crecimiento del roble a partir de una bellota.
Tal inteligencia crea su propio mecanismo de reacción instintiva para proteger la vida frente al peligro de muerte. El ser humano también experimenta esa reacción cuando necesita huir o luchar. Cuando es desencadenada por la imaginación, se llama emoción. Así, todo pensamiento inquietante queda representado como una amenaza para el cuerpo, que no distingue entre lo real y ficticio. El arsenal de energía disponible –que no se libera en la ficción-, se vuelve tóxico al interferir gravemente el armónico dinamismo del Principio ordenador, que en fisiología se conoce como homeostasis. Hay una capacidad innata en todo organismo vivo para auto-depurarse y regenerarse, capacidad de la que es depositario el sistema inmunológico.
Recientemente el Gobierno Federal de EEUU ha declarado en la web de sus CDC (centros de control de la salud) que más del 90% de todas las enfermedades se relacionan con el estrés. Cada vez contamos con mayor evidencia científica sobre cómo la reducción o desaparición de este sutil asesino, el estrés crónico, mantiene activo al sistema inmunitario. Y si sólo en el estrés crónico radica el origen de los estados morbosos, ¿por qué estos producen enfermedades tan diversas? Es sencillo. La cadena se rompe por el eslabón más débil: ya sea una predisposición genética, una toxina ingerida, lesiones físicas previas…
Cada creencia, experiencia y sentimiento no consciente del lejano pasado de cada cual, ha sido archivado como mensaje y recuerdo celular. En experimentos del Institute of HeartMath se ha comprobado que ciertos recuerdos asociados a la rabia dañan el ADN, mientras que otros felices y amorosos pueden repararlo.
Infinita sabiduría la albergada por el rey Salomón. Hoy sabemos que son los problemas del corazón –llamados en medicina, memoria celular, inconsciente o subconsciente- los que determinan la protección o la merma del mecanismo inmunológico que controla la salud. Se comprende la rabiosa actualidad de ese consejo que más de tres mil años atrás recogiera aquel rey en el Libro de los Proverbios, anunciando que todos los asuntos de la vida tienen su origen en el corazón.
Sabemos que Gran parte de problemas que acaban comprometiendo la salud y la vida del ser humano tienen su origen en recuerdos celulares que se encuentran por debajo del nivel consciente. En próximas entradas repasaremos los más prevalentes en opinión de quien escribe, pero no quiero acabar sin expresar aquella que para mi es la más perversa categoría de la mente. Me refiero a la falta de perdón. El perdón es la forma más elevada de liberarse del causante de una ofensa reciente o del pasado lejano y olvidado. En la medida en que no se perdona desde el corazón, uno queda inexorablemente ligado al ofensor, lo que constituye el sentimiento sutil más adverso para la salud, la prosperidad y la longevidad. En mis años como clínico no he conocido a ningún enfermo, de aquellos con los que he entablado diálogos íntimos, que no haya reconocido esta enorme carga en su corazón.
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