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8 junio

Hijos de las estrellas

¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?

 

Hace quince mil millones de años comenzó la mayor epopeya que vincula al hombre con la vida y el universo. La ciencia ha ido desvelando una narración con asombrosa coherencia acerca de la evolución del mundo y su creciente complejidad, desde las primeras partículas a los átomos, las moléculas, las estrellas, las células, los seres vivos, hasta este curioso animal que ahora escribe. El biólogo francés Jacques Monod habló de necesidad para indicar que en determinadas condiciones, las leyes que organizan el mundo engendran necesariamente sistemas más y más complejos. ¿Pero qué fenómeno o qué lógica orquesta los movimientos de esta partitura?  No cabe participar en las pesquisas de nuestra aventura sin preguntas metafísicas, como tampoco es posible zambullirse en agua sin mojarse. ¿Qué impulsa al universo a organizarse? Hay quien ve en el titilar de las estrellas un tenue reflejo de luz bíblica, o quien en el rugir de las olas escucha el lejano eco de un mito arcaico.

Cuatro fuerzas se conocen en la naturaleza que dirigen la unión de átomos, moléculas y las grandes estructuras celestes: la fuerza nuclear que suelda los núcleos atómicos, como los del carbono o el oxígeno, la electromagnética que asegura la cohesión de los átomos, la gravedad que organiza los movimientos de las galaxias y la fuerza débil que interviene en el nivel de partículas subatómicas. En cierto modo, la complejidad, la vida y la consciencia estaban inscritas como posibilidad en estas leyes fundamentales, al menos, desde los primeros instantes del universo.

En 1953 un tímido químico californiano de veintitrés años, Stanley Miller, a escondidas de las burlas de los compañeros, colocó en un recipiente los gases de la primitiva Tierra. Calentó el conjunto para proporcionarle energía y provocó chispas, en lugar de rayos. Comprobó que en el fondo del recipiente se había formado una sustancia anaranjada que contenía aminoácidos: ¡las moléculas de la vida! En el estupefacto mundo científico se firmaba el primer puente tendido entre la materia y lo viviente.

Todo apunta que los primeros elementos de la vida cayeron del cielo. La lluvia ininterrumpida de moléculas que regaba la Tierra, sometida a rayos ultravioletas, dio nacimiento a dos de las cuatro bases del ADN, el sostén de la herencia. Nuevos aminoácidos se agrupaban para formar proteínas. No es una licencia literaria decir que nuestros cuerpos se componen del mismo polvo de estrellas que fundó el universo. Andando el tiempo, largas cadenas de moléculas, depositadas en lugares fríos y húmedos durante la noche y secos y calurosos en el día, quedaban atrapadas y engarzadas para acabar cerrándose sobre sí mismas y formar glóbulos contenedores de sustancias químicas. Eran los nuevos crisoles de la vida. La función celular quedaba arrogada a los cambios del engranaje proteico de su interior.

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Células madres mesenquimales (ME)

Si bien la vida radica en el   movimiento de ese soporte estructural de la célula, constituido de proteínas, se necesita del concurso de señales complementarias del entorno para que tal movimiento se desencadene. Entre la señal ambiental y el movimiento de proteínas, una inter-fase, la membrana celular, poblada de otras proteínas receptoras, hacen de conmutadores, que al recibir estímulos del medio, activan respuestas en su interior. La célula percibe los cambios que ocurren en el mundo, cambios en la cantidad de oxígeno, de glucosa, sodio, potasio, calcio, variaciones en la temperatura o en la calidad y cantidad de luz… La miríada de movimientos reflejos de estas proteínas de membrana en respuesta a la interpelación del mundo, constituye la vida y obra de la célula.

La biosfera fue un tapiz de células individuales en los primeros tres mil millones de años de vida. Pero aquellas células nunca actuaron como individuos solitarios: liberaban al medio residuos moleculares de su metabolismo con capacidad de influir sobre el comportamiento de las vecinas. Cuando tomaron consciencia de que coordinando  ese comportamiento, a través de las moléculas-señal, mejoraban su rendimiento, comenzaron a agregarse. La liberación al entorno de dichas señales, ofreció la oportunidad de vivir en comunidad y mejorar así la supervivencia. Cada célula mejoraba su percepción del mundo aumentando el número de proteínas receptoras en su membrana al contacto con otras, lo que facilitó la especialización en grupos de colonias.

Hace setecientos millones de años, las células descubrieron la ventaja de agruparse de manera aún más compleja, emergiendo entonces el novedoso capítulo de la vida vegetal y animal en la escena terrestre.  Grupos de élite de células animales aprendían a coordinar el flujo de moléculas-señal, como primitivo sistema nervioso, reajustando así de manera unitaria la conducta de todo el ser. Se estableció una nueva política en la que cada miembro, a partir de  sus cualidades, quedaba comprometido con la misión común de la república. ¿Cómo explicar que las células del riñón, especializadas en regular el drenaje de agua, minerales y otros desechos de la red, sepan responder ante la desgarradora e impía mirada de un Pitt Bull Terrier americano?

En esta república celular cada miembro acata órdenes de arriba, una información que procedente del medio es examinada y ordenada de inmediato por el cerebro. En formas de vida más conscientes y evolucionadas, otro sub-grupo celular dentro de este órgano, el sistema límbico, desarrolló un singular y novedoso mecanismo que transforma ciertas señales químicas en sensaciones que el conjunto de la comunidad experimenta como emoción. Es el mismo mecanismo que me arrebola el rostro cuando descubro una falta de ortografía en mis entradas  después de publicarlas en internet.

A la bióloga americana, Candece Pert, se deben los elegantes experimentos que, en mi época de estudiante de medicina, demostraron que los mismos receptores opiáceos radicados en la membrana neuronal están también distribuidos en la mayoría de células del organismo. Unos hallazgos que permiten establecer que la mente no reduce su localización al cerebro sino que, a través de este, se manifiesta en todo el cuerpo. A partir del procesamiento que el cerebro realiza de la información que percibe, se generan las emociones, unas entidades corpóreas que poseen la misteriosa facultad tanto para dañar el equilibrio de conjunto y abocarlo a la enfermedad como de recuperar ese equilibrio en una homeostasis desquiciada y enferma, lo que en gran parte se debe al control inconsciente ejercido sobre las emociones o a un uso más apropiado de la consciencia.

Si bien el concepto de mente es irrelevante en el paradigma newtoniano que prevalece en biología, el poderoso efecto ideológico que la manera de pensar y de sentir el mundo, de percibirlo -acertada o negligentemente-, ejerce sobre la conducta y el equilibrio orgánico, es hoy cuestión incontrovertible. Aunque puede definirse lo humano por la emoción, aquello que lo sitúa en el plano más elevado, es la consciencia de la muerte. El ser humano se sabe único e irremplazable y la desaparición de su congénere, la siente como un indigno drama sin retorno.

Al margen de modelos vitalistas y animistas que buscan el sentido a la existencia de este mundo, muchos científicos no admiten intencionalidad en el hilo de esta narración, sencillamente creen que la evolución intenta soluciones diversas entre las que unas tienen éxito y otras no. Si no hay sentido, si el azar es la única explicación para los cambios accidentales y única fuente de novedad biológica o de cualquier creación en la biosfera, ¿por qué la evolución ha llegado a expresar la consciencia?

Tal vez esta epopeya sea la narración del mito de una consciencia que toma consciencia de sí misma. Ahora la evolución continúa sin el pesado manto de la materia, porque es sobre todo técnica y social; la cultura ha tomado el relevo. Internet ha inaugurado una nueva forma de vida. Extendemos nuestros sentidos merced a la tecnología. Nos comunicamos a velocidad electrónica. La evolución social avanza más rápida que la biológica, una evolución que se desmineraliza en el entorno virtual.

Necesitamos mirar con perspectiva nuestra historia para comprenderla y dar sentido y dirección a lo que hacemos. Ha sido necesaria esta larguísima aventura del universo, de la vida y del hombre para conquistar una frágil libertad que, sin embargo, nos otorga la imponente responsabilidad de continuar la aventura en fraternidad. El progreso material y económico alcanzado carece de parangón. En cuanto al progreso moral, no tengo claro si se ha producido. Sería, desde luego, un gran motivo para el debate. Pronto seremos diez mil millones de personas poblando el planeta y todos con un mismo sello africano de tres millones de años de longevidad. De nosotros depende que esta epopeya continúe, y no acabemos transformados en babosas perezosas, egoístas y afiebradas que, desde sus conchas tecnológicas, dediquen su tiempo a parasitar a este hermoso y delicado anfitrión.

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