El médico entra a saco, de manera muy sistematizada, en la guerra contra la enfermedad de su paciente. A veces me pregunto si hemos olvidado que la dimensión física no es la única cara del fantasma. En esa lucha armada, se pueden suscitar esperanzas supernumerarias cuando sólo se muestra, a la mujer o al hombre enfermo, la pesada artillería terapéutica disponible, que a veces deviene en desesperanza. Tratando de ganar, a cualquier precio, la batalla a la enfermedad, se esconde un hecho singular: la meta última del proceso, no se alcanza sólo restableciendo la corporalidad, sino en un paso más allá, recobrando la plenitud. El verdadero veneno se acantona, no tanto en la carne, como en las entrañas profundas de cada ser.
En 1985 se publicó un trabajo de la Universidad de Pensilvania sobre cáncer de mama en una prestigiosa revista médica, The New England Journal of Medicina. En él se concluyó que no era posible hallar correlación entre la actitud mental de las pacientes y las posibilidades de supervivencia más allá de los dos años. En el editorial que acompañaba al paper, se denunciaba la creencia en la relación entre el cáncer y la esfera de las emociones: “Nuestra creencia en una relación directa entre los estados mentales y la enfermedad es puro folclore.”
No se hizo esperar la espesa lluvia de protestas en la prensa americana y británica, donde decenas de médicos se atrevieron a censurar enérgicamente las conclusiones de aquel editor. No tuvo su día más sensato, al pretender desterrar la actitud mental como factor relacionado con la enfermedad y menos aún, calificar la idea de folclórica, desde un foro científico tan solvente. Ningún clínico experimentado se atrevería a negar, con honesta convicción, que la confianza plena de un paciente en su recuperación, e incluso en su médico, pueden ejercer un elevante influjo hacia la vitalidad.
Aunque en los ortodoxos planes de estudios que guían la enseñanza de la medicina, no se contemple como algo relevante, sin embargo, ni los profesionales ni las instituciones médicas, niegan el papel que las creencias, las actitudes, los valores y las cualidades emocionales de un ser humano, ejercen a la hora de afrontar la enfermedad y su recuperación, lo que ya era conocido en los albores mismos de la medicina hipocrática occidental.
Poseemos los médicos el extraño privilegio de contemplar durante la enfermedad de los pacientes, los que la viven como un camino desesperado, aquellos otros que hacen arqueo de caja para corregir los desvíos de su existencia, y a muchos que reabren sus selladas compuertas a la Trascendencia. En la enfermedad, como en los periodo de radical soledad, mujeres y hombres, experimentamos, todos, que en el vivir y envejecer muchas veces se sufre el baño ácido de la vida y que, como recuerda el filósofo mundano, el destino es inexorablemente funerario para todos. Pero aquellos que, pese a la experiencia de la vida, cuando sienten en sus cuellos el siniestro aliento de tan indigno destino, saben sostenerle la mirada serena al dolor de su naturaleza finita, sin aliñar con sufrimiento adicional -ese que la mente tiene la incómoda costumbre de engendrar-, son también parte de aquella aristocracia oculta de la humanidad, que da muestra con su ejemplo de todo el esplendor, el salero y la dignidad del pedregoso camino de la existencia.
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