Ninguna sociedad puede ser feliz y próspera si la mayoría de sus ciudadanos son pobres y desgraciados.
Adam Smith
En diferentes entradas hemos hecho mención al privilegio y la oportunidad que representa para las generaciones de hoy asistir al inicio de un cambio de época. Algunos estudiosos estiman comparable el cambio en ciernes con los que se produjeron durante las dos grandes revoluciones históricas ocurridas, una hace diez milenios y la otra dos siglos. Todo indica que nos hallamos en la etapa inicial de lo que será un ascenso exponencial de transformaciones tecnológicas, que llevará inexorablemente a reescribir la mayor parte de las reglas de juego que arbitran el actual estadio de la cultura, la vida de los ciudadanos, de la familia e incluso de los mercados. Si tanto las mencionadas revoluciones agrícola como industrial detonaron una enorme explosión de riqueza, no sería lógico negar anticipadamente tal resultado a una tecnología disruptiva cuya capacidad para cambiar la vida y las demandas de los ciudadanos es ya, con sus primeros pasos, tan evidente. Pero es muy probable que no se trate de un cuento de hadas. En estos años se ha hecho patente la tendencia a la desaparición de determinadas tipologías laborales de perfil rutinarios, como los de operarios de fábrica u otros empleos también rutinarios y menos manuales. Algunos advierten del riesgo que se cierne sobre las clases medias ante esta polarización progresiva del mercado de trabajo, que podría tender a repartirse entre empleos de bajo salario (no-rutinarios) del sector servicio y aquellos otros más creativos de profesionales cualificados y con capacidad de obtener ventaja con las nuevas tecnologías. Así las cosas, las rentas al capital serían fabulosamente desproporcionadas con relación a las que retribuyen el trabajo. Y en un escenario así, la esperada eclosión de riqueza daría al traste con el ideal que representa una distribuición de la misma entre el mayor número de personas.
Complejidad e incertidumbre se elevan así a categorías en la apasionante etapa de la historia que comenzamos a escribir. Unos tiempos en los que el ciudadano deberá aprender a encajar las nuevas reglas de juego junto a los retos que se avecinan, considerando un contexto cuyos sistemas políticos y leyes de protección social han dado muestra de una incipiente obsolescencia. Por la ventanilla de costes de la grave crisis de 2008 sólo pasaron –de forma asimétrica pero ejemplar – las familias, los trabajadores y las pequeñas y medianas empresas, pero no anduvieron en sus colas ni las grandes corporaciones ni la élite política. Tiempos en los que las discretas certezas con las que convivir se formularán desde un armónico desarrollo personal. Tiempos en los que ya resulta muy anacrónico rellenar las fisuras del conocimiento con la pasta de las ideologías. Más allá del debate que pugna entre una educación clásica basada en el esfuerzo personal y aprendizaje memorístico frente a la moderna pedagogía que aboga por el aprendizaje cooperativo, la polémica se torna superflua si no se consideran los elementos determinantes del florecimiento personal, tales como los hábitos que se aprenden para interpretar la realidad: para mirarla, percibirla o para prestarle atención. Al fin y al cabo, la superioridad intelectual, no viene más que de la fuerza de la atención. Esos hábitos se configuran entre las convicciones y juicios que se interiorizan en el corazón, en su mayoría aprendidos con ejemplo de quienes un día nos inspiraron, y los valores que se atesoran. Cuando un sistema de creencias hunde sus raíces –como sostenía Marañón- en el saludable sustrato de la benevolencia primero, y de la inteligencia después, se erige en algo increíble porque generan emociones saludables y decisiones impecables. Una forma de talento personal que, más allá de ventanillas de pago, hará posible acercarse a la gran ventana desde la que mirar con esperanza el horizonte y sus desafíos. Sabía bien de qué hablaba el profesor del IESE, Luis Huete, cuando comenzó la conferencia de presentación sobre su último libro[1], en Sevilla, evocando las palabras del más grande fundador del capitalismo, – y que a nosotros nos han servido para introducir este microensayo-.
[1] Liderar para el bien común. L. Huete y J. García. Ed LID 2015. (Algunas anotaciones del presente microensayo están inspiradas en la lectura de este libro).
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