“¡Señor, libérame de mi mismo¡”
Paul Claudel
El ser humano, carencial e indeterminado, plantea proyectos cuya narración pueda dar sentido a su existencia y mientras tanto aspira a experimentar la paz, el amor, la felicidad, la plenitud y la libertad como fin de toda su búsqueda. Pero en el desplegar de su narración, el mundo se le presenta conflictivo o caótico y sin sentido. La conciencia de la propia condición mortal, imprime un cierto tono vital nostálgico que puede inclinarlo a buscar una de estas salidas: la Transcendencia, su propia obra o la narración de su vida como modelo en el proceso de socialización.
Dice el pensador Javier Gomá que los valores no existen conceptualmente, que sólo existen las personas valerosas. Desarrolla en sus libros cómo desde la incipiente modernidad el ser humano tomó consciencia de su dignidad y al quedar emancipado de la tutela celeste, comenzó a regular su vida pública a través de leyes e instituciones, a cambio de proteger el barbecho de su vida privada, que dejó al albur de su subjetividad, donde norma de ninguna naturaleza alcanza. Ha destapado y actualizado el concepto de anomia en la vida privada, un fenómeno del que sabemos que sutil pero inexorablemente aboca, como losa que porta el yo, a diversos trastornos de las esferas del pensamiento, el sentimiento y la conducta y sobre los que ni leyes ni instituciones poseen capacidad para reorientar. En tales disturbios hunde sus raíces el larguísimo cortejo de enfermedades psicosomáticas que hoy asola a las sociedades libres. Muchas enfermedades modernas son en realidad disturbios mentales y espirituales que se manifiestan en el cuerpo y sobre los que, a veces, los médicos actuamos en el lugar equivocado, analizando síntomas y no las causas últimas o administrando sustancias que enmascaran esos síntomas.
Declara nuestro pensador que tal vez la renuncia moral al derecho a la anomia de la vida privada, sea la tarea pendiente de nuestra cultura de libertad e igualdad, y apela a la conversión del corazón.
Me pregunto si en esa bella tarea, la capacidad mental y emocional de empatizar con la experiencia de los demás, de comprender sus puntos de vista, de aceptar aquello que hacen como lo mejor que pueden según su estructura mental, sea el primer horizonte de referencia para construir desde la autoconsciencia el pliego de instrucciones privadas que uno se asigne para vivir, para construir la amistad fecunda y la alegría, con una cierta disciplina y centrada atención.
La compasión transciende el egoísmo cuando comprende la narración biográfica del otro como conformadora de su mentalidad que lo hace operar de la forma que mejor cree para dar significado a su mundo. La compasión permite mantener el corazón abierto frente al dolor e indigencia del otro y sin embargo no veo que requiera cancelar los propios deseos y creencias y por ello es consistente con no aceptar la experiencia o la conducta del otro.
En situaciones cotidianas, la dureza e indiferencia -contrarias a la compasión-, se expresan en juicios lapidarios que se emiten inconscientemente en medio de la descalificación fácil y apresurada. En el discurso de graduación que el escritor David Foster Wallace pronunció en 2005 en la Universidad de Ohio, decía cómo en medio de una situación corriente como una larga cola en el supermercado:
Hay un tipo de libertad que implica atención y consciencia y disciplina en ser capaz de preocuparse por la verdad de esos otros […] Eso es haber entendido cómo pensar…
Cuando hay que afrontar el sufrimiento de otra persona o su conducta inconsciente, en la actitud milagrosa de mirar más allá y ver escondida su radiante humanidad, -que es también mi humanidad-, se funda la condición de posibilidad para experimentar el profundo vínculo que nos une a todas las criaturas
La vida con los otros no tiene que ver con decisiones: somos siempre sociales. Rousseau fue el primero que en occidente identificó el carácter social constitutivo de nuestra especie: no existe la felicidad sin los otros, decía. Uno sólo existe en y por las relaciones con los otros; lo inter-humano funda lo humano. Somos felices porque amamos y lo hacemos porque sin los otros somos incompletos. Con razón decía Nietzsche que allí donde uno no puede amar, debe pasar de largo. Reconocer en la consciencia nuestra incompletude original, favorece la necesidad de relacionarnos y facilita la comprensión de que la sociabilidad no puede ser alienante sino siempre liberadora. En el intercambio social, uno se plenifica. No es posible la plenitud fuera de la relación con los otros.
Reconocimiento, imitación, aprendizaje, cooperación, comunión, compasión… pueden ser vividos desde la alegría. Esta última, la preocupación por los otros, no necesariamente implica privación de uno mismo que combate su propia naturaleza. Alguien dijo que no se necesita odiar al tigre para defenderse de él. Un proyecto existencial sano no puede tener mayor meta que la calidad de las relaciones humanas. Puede que los conflictos humanos nunca desaparezcan pero sí cabe la esperanza de aprender a resolverlos desde el corazón.
Cuando Paul Claudel escribió la frase con la que da comienzo este post, me temo que ya sabía que tal liberación egoica hace posible la compasión, condición para el progreso saludable de los individuos y de los pueblos.
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