Como viajeros buscando luz en un páramo oscuro. Tal afán de la conciencia es lo más valioso del periplo de la vida humana.
M. Nussbaum en “Libertad de conciencia”. Tusquets.
No hace mucho tiempo aprendimos que desde la conformación del sistema nervioso humano, la manera de pensar y de sentir el mundo, de percibirlo e interpretarlo -acertada o negligentemente-, ejerce una suerte de efecto ideológico que sutil pero acérrimamente conduce nuestros modos y maneras de ser y estar en el mundo e influye sobre el equilibrio del propio cuerpo. En la evolución animal, las primeras células nerviosas se especializaron en regular las funciones más automáticas, formando el cerebro instintivo que compartimos hasta con los reptiles. Emergió más tarde el cerebro mamífero que desarrolló la singular cualidad de generar emociones. El último, el más refinado o diabólico, -según el destino al que aspire-, es el cerebro racional, sólo disponible, hasta donde sabemos, en el ser humano. Seres tricerebrados, denomina a esta categoría el psiquiatra Claudio Naranjo.
El mismo autor refiere que ninguna de las grandes revoluciones culturales a lo largo de la alborotada historia humana, se ha producido gracias a un armónico y compensado cerebro trino, ningún cambio de época se ha consolidado desde el equilibrio de esta singular y tripartita dimensión de lo humano. Es evidente que ha sido la férula de una mentalidad forjada al socaire de los cálculos (de defensas y ataques, de pérdidas y ganancias o de dominio y sumisión) la que ha imperado sobre la capacidad humana para crear vínculos solidarios y fraternales desde sus albores, lo que no sólo ha enajenado a muchos individuos de la especie, sino que ha distorsionado y caricaturizado su dimensión afectiva.
La mente racional, a fuer de competitiva, autoritaria o hipernormativa, olvidó que su finalidad era expandir las fronteras de la consciencia en favor del bienestar profundo, del desarrollo humano, de la convivencia y calidad de los vínculos con los demás, con la naturaleza y con la trascendencia. Todo indica que una cultura ambiente sujeta al paradigma calculista, no facilita el desarrollo armónico de estas tres dimensiones neurológicas.
La civilización que late, ya ha salido al encuentro de nuevas fórmulas que permitan sustituir la anacrónica competitividad por la colaboración o la arcaica agresividad por el afecto. En este sentido, la ciencia puede extraer consecuencias para la medicina pero no así para la ética, la estética o la cultura. Cada hombre, lo sepa o no, está condicionado parcialmente tanto por su genética como por su entorno cultural, pero la buena noticia ante este dilema es que frente a esas dos fronteras, existe un elemento misterioso que posee carta verde para franquearlas, un elemento que impulsa la vida y la naturaleza humana y del que emerge la libertad, la creatividad, la claridad, la compasión, y hace impredecible el curso de la historia y el destino individual. De nuevo se trata de la consciencia.
Sin embargo, en los hombres contemporáneos esta consciencia se halla fracturada por una suerte de conflictos de intereses, que acaban por sacarlo de su quicio y que junto al lastre del continuo asalto de palabras, sonidos e imágenes cuyo tráfico no sabe silenciar, socavan vaporosamente su capacidad de memoria, de atención y de decisión. Es crítico el esmerado cultivo de lo psíquico, una esfera donde hunde sus raíces el anchuroso camino que conduce a la enfermedad, a través del sufrimiento, el vicio, los malos hábitos de la mente, el abandono o los déficits afectivos auténticos.
Así las cosas, ¿cómo afrontar en la nueva época la gestión prudencial y sabia del descomunal potencial tecno-científico que se avecina?
Es innegociable edificar la base de todas las esferas del corazón humano y llevar la educación más allá de la memorización de nuestras plagas, tratando de dar otro significado a la historia futura, en un intento de que sea algo más que una mera historia de guerras. Medio planeta se encuentra ensalzado en estúpidos litigios y guerras de lindes. Habrá que discernir qué sentido tiene optar, en contra de otro, por el bando de una determinada identidad. Si todos los seres humanos somos iguales en dignidad, conceptos como el de nacionalidad o raza palidecen como elementos accidentales e irrelevantes, como ha señalado la pensadora neoyorquina Martha Nussbaum, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2012.
Además de transmitir conocimiento positivo y cultivar la memoria, ¿qué hay del autoconocimiento o de la atención en el aula escolar? Naturalmente que es muy importante aprender los contenidos de las diversas disciplinas o aprender a definir y a expresarse. Anunciaba Hannah Arendt que educar sin enseñar contenidos es caer en mero emotivismo. Pero no es menos importante aprender a observar, sentir y experimentar el afecto, el drama, la amistad, la traición, la paz o la enfermedad. Saber viajar a las profundidades de la intimidad y transformarse en soberano frente a la arcaica voz de lo competitivo o autoritario. Desde el aula, como laboratorio de la plaza pública, una joven consciencia puede ensayar la decantación de una visión armonizada del mundo que no sólo le haga estimar las grandezas, sino también detectar los vicios de ese mundo que habita.
Igual que los tejidos sanan a partir de sus células, el ágora lo hace desde sus miembro. Se requiere aprender a regular armónicamente los tres centros nerviosos: el de la vida instintiva, el de la afectiva y el de la intelectual. Ello favorecería la integración graduada de la dimensión espiritual o transcendental a campos tan cerrados secularmente a ello, como la pedagogía, la psicología y la medicina. Considerarlo materia ajena o irrelevante, desvirtúa nuestra realidad antropológica, so pena de enfermar colectivamente.
Desarrollamos la civilización a un coste en sufrimiento e insatisfacción que, hasta ahora, ha sido posible merced a la creciente prevalencia de los mecanismos de compensación que soportan las adicciones, especialmente el consumismo. Es más, al lado de estas sociopatías, emerge una nueva plaga de enfermedades neuro-degenerativas, como el Alzheimer que, una vez corrompen las frágiles estructuras neurológicas donde radican la civilización, la memoria o la capacidad de convivir y amar, exponen a público escarnio toda la corrupción oculta y mineralizada de la persona en cuya trinidad neurológica, históricamente mal armonizada, se arrastra como si de una fosa séptica se tratara.
Sin soluciones planteadas a medio plazo y sin el estudio de la raíz misma de estos problemas, podríamos acercarnos peligrosamente al abismo de un compromiso extremo del equilibrio psíquico y económico en los estados de derecho occidentales que haría inviable, para entonces, todo intento de solución e innecesario todo progreso en materia de educación, ni siquiera en materia ya de fronteras.
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